Mientras escribo

La vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo planes. No recuerdo dónde oí esa frase por primera vez. Puede que en una película o quizás en alguna serie, pero lo cierto es que desde entonces no he dejado de oírla en sus múltiples variantes, ya sean divertidas, líricas e incluso publicitarias. Ahora, Google mediante, es fácil descubrir que la frase pertenece nada menos que al mítico John Lennon, que la disimuló entre otras muchas en la canción Beautiful boy, del álbum Double Fantasy, el último trabajo del cantante antes de que Chapman le metiera los cinco tiros que el destino le tenía reservado, desbaratando para siempre todos sus planes. Pero la frase me encantó cuando la oí, y todavía hoy me sigue pareciendo una de esas frases ante cuya bella lucidez hemos de quitarnos el sombrero, una muestra de la genial e irónica clarividencia del Beatle. Y dado que los escritores más que planes hacemos novelas, más de una vez me he sorprendido pensando que la vida es lo que me sucede mientras escribo una novela.

Cuando en las entrevistas me preguntan qué diferencia hay entre escribir una novela o un cuento, suelo recurrir a la respuesta clásica, contraponiendo las características de ambos géneros: que si en el cuento prima la intensidad frente al pulso sostenido y sereno de la novela; que si el cuento no tolera elementos superfluos mientras que la novela es una especie de abeto navideño cuyas ramas acogen impasibles cualquier adorno; que si en el cuento lo importante es el principio y el final mientras que en la novela lo que realmente interesa es el nudo; y cosas por el estilo. Cuando en realidad, lo que me gustaría responder sería que la gran diferencia entre escribir una novela y un cuento es que durante la escritura de la primera la vida pasa, y durante la escritura del segundo, no. Porque, ¿cuánto podemos tardar es escribir un relato? ¿Diez, quince días? ¿Veinte como mucho? ¿Qué puede sucedernos durante ese periodo tan breve? Generalmente nada. En cambio, el tiempo que empleamos en la escritura de una novela es como mínimo de un año, dos si es más extensa de lo habitual, y mucho más si es una de esas novelas cuya escritura vamos alternando con otras cosas, una de esas novelas que uno arrastra por la vida como una maldición o una enfermedad crónica, que vamos escribiendo a plazos, por temporadas, con la incómoda sensación de que quizás nunca encontraremos su tono, de que nunca lograremos darle la idealizada forma que tenemos en mente. Pero pongamos que no nos referimos a nuestra inalcanzable ballena blanca, si no a una novela en cuya escritura tardamos un año. ¿Cuántas cosas pueden sucedernos en un año? Muchas. En un año puede pasarnos de todo. Nuestra vida puede cambiar en un año, volverse del revés, ponerse patas arriba. Y aunque no sufra ningún cataclismo de esa magnitud, inevitablemente padecerá pequeños seísmos más o menos inofensivos, pero que irán cincelando discretamente la figura de lo que vamos siendo, por mucho que nunca quedemos fijados en nada, porque la transición, la continua revisitación de uno mismo, es el estado natural del hombre.
Supongo que por eso nos da tanto miedo embarcarnos en una novela, porque sabemos que desde que nos echemos a la mar, desde que la primera palabra arraigue en el blanco del papel, nuestra vida, o al menos nuestro próximo año de vida, se verá inevitablemente enrarecido por una obsesión. Sí, durante ese periodo el orden de nuestras prioridades se verá profundamente alterado. Todo cuanto nos suceda, nos sucederá mientras pensamos en otra cosa, mientras una gran parte de nuestra mente está ocupada por una trama que cada día amenaza con desflecarse, por unos personajes que hay que insuflar de vida, por cientos de párrafos que hemos de reparar. Será como ver el mundo a través de un velo. Y cualquier suceso, por insignificante que sea, intentará calar en nuestro proyecto, el cual tendremos que impermeabilizar para evitar filtraciones indeseadas. Ocurrirá, por ejemplo, que volveremos del entierro de un ser querido para reanudar la escritura de una escena cómica, o que nos abandonarán en mitad de una reflexión que pretende ser un tributo al amor, eso en lo que de repente hemos dejado de creer, y cientos de ejemplos más que cada escritor habrá vivido y que habrán otorgado a sus novelas una intrahistoria. De modo que, cuando la novela en cuestión sea publicada, el lector pasará sus páginas sin ver otra cosa que un conjunto de escenas, diálogos y acciones engarzadas con mayor o menor gracia, pero su autor verá el argumento de su propia vida. El primer capítulo le recordará el nacimiento de su sobrino, el cuarto la boda de su mejor amigo, el quinto su fugaz paso por un gimnasio, el octavo la tendinitis que tuvo que tratarse durante todo un mes, y el décimo le hará rememorar aquella semana en la que el malévolo panel solar que descansaba sobre el techo de la buhardilla en la que escribía comenzó a destilar una gotera secreta que acabó cerniendo una mancha de humedad sobre su cabeza. Descubrirá, quizás con sorpresa, que a pesar de no haber tenido nunca la paciencia necesaria para llevar un diario, ciertos años de su vida han quedado para siempre cifrados en sus novelas. Da vértigo pensar en lo que sentiría Tolstoi al pasar las páginas de Guerra y Paz, o en los fantasmas a los que Víctor Hugo tendría que enfrentarse mientras en la epidermis de su novela Valjean padecía la batalla de Waterloo y decidía adoptar a Cosette.
Cada novela tiene, en fin, dos argumentos, uno público y otro privado. Porque mientras escribe novelas, uno vive. Es algo que no puede evitar.

Mientras escribo Felix J Palma

Cuando en las entrevistas me preguntan qué diferencia hay entre escribir una novela o un cuento, suelo recurrir a la respuesta clásica, contraponiendo las características de ambos géneros: que si en el cuento prima la intensidad frente al pulso sostenido y sereno de la novela; que si el cuento no tolera elementos superfluos mientras que la novela es una especie de abeto navideño cuyas ramas acogen impasibles cualquier adorno; que si en el cuento lo importante es el principio y el final mientras que en la novela lo que realmente interesa es el nudo; y cosas por el estilo. Cuando en realidad, lo que me gustaría responder sería que la gran diferencia entre escribir una novela y un cuento es que durante la escritura de la primera la vida pasa, y durante la escritura del segundo, no. Porque, ¿cuánto podemos tardar es escribir un relato? ¿Diez, quince días? ¿Veinte como mucho? ¿Qué puede sucedernos durante ese periodo tan breve? Generalmente nada.

En cambio, el tiempo que empleamos en la escritura de una novela es como mínimo de un año, dos si es más extensa de lo habitual, y mucho más si es una de esas novelas cuya escritura vamos alternando con otras cosas, una de esas novelas que uno arrastra por la vida como una maldición o una enfermedad crónica, que vamos escribiendo a plazos, por temporadas, con la incómoda sensación de que quizás nunca encontraremos su tono, de que nunca lograremos darle la idealizada forma que tenemos en mente. Pero pongamos que no nos referimos a nuestra inalcanzable ballena blanca, si no a una novela en cuya escritura tardamos un año. ¿Cuántas cosas pueden sucedernos en un año? Muchas. En un año puede pasarnos de todo. Nuestra vida puede cambiar en un año, volverse del revés, ponerse patas arriba. Y aunque no sufra ningún cataclismo de esa magnitud, inevitablemente padecerá pequeños seísmos más o menos inofensivos, pero que irán cincelando discretamente la figura de lo que vamos siendo, por mucho que nunca quedemos fijados en nada, porque la transición, la continua revisitación de uno mismo, es el estado natural del hombre.

El oficio del escritor

Supongo que por eso nos da tanto miedo embarcarnos en una novela, porque sabemos que desde que nos echemos a la mar, desde que la primera palabra arraigue en el blanco del papel, nuestra vida, o al menos nuestro próximo año de vida, se verá inevitablemente enrarecido por una obsesión. Sí, durante ese periodo el orden de nuestras prioridades se verá profundamente alterado. Todo cuanto nos suceda, nos sucederá mientras pensamos en otra cosa, mientras una gran parte de nuestra mente está ocupada por una trama que cada día amenaza con desflecarse, por unos personajes que hay que insuflar de vida, por cientos de párrafos que hemos de reparar. Será como ver el mundo a través de un velo. Y cualquier suceso, por insignificante que sea, intentará calar en nuestro proyecto, el cual tendremos que impermeabilizar para evitar filtraciones indeseadas.

Ocurrirá, por ejemplo, que volveremos del entierro de un ser querido para reanudar la escritura de una escena cómica, o que nos abandonarán en mitad de una reflexión que pretende ser un tributo al amor, eso en lo que de repente hemos dejado de creer, y cientos de ejemplos más que cada escritor habrá vivido y que habrán otorgado a sus novelas una intrahistoria. De modo que, cuando la novela en cuestión sea publicada, el lector pasará sus páginas sin ver otra cosa que un conjunto de escenas, diálogos y acciones engarzadas con mayor o menor gracia, pero su autor verá el argumento de su propia vida. El primer capítulo le recordará el nacimiento de su sobrino, el cuarto la boda de su mejor amigo, el quinto su fugaz paso por un gimnasio, el octavo la tendinitis que tuvo que tratarse durante todo un mes, y el décimo le hará rememorar aquella semana en la que el malévolo panel solar que descansaba sobre el techo de la buhardilla en la que escribía comenzó a destilar una gotera secreta que acabó cerniendo una mancha de humedad sobre su cabeza. Descubrirá, quizás con sorpresa, que a pesar de no haber tenido nunca la paciencia necesaria para llevar un diario, ciertos años de su vida han quedado para siempre cifrados en sus novelas. Da vértigo pensar en lo que sentiría Tolstoi al pasar las páginas de Guerra y Paz, o en los fantasmas a los que Víctor Hugo tendría que enfrentarse mientras en la epidermis de su novela Valjean padecía la batalla de Waterloo y decidía adoptar a Cosette.

Cada novela tiene, en fin, dos argumentos, uno público y otro privado. Porque mientras escribe novelas, uno vive. Es algo que no puede evitar.

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