Si las ideas para las novelas vinieran en galletitas de la fortuna, a mí me hubiera gustado que me tocara la de El show de Truman. Imagino que en el papelito pondría algo así: “Una productora de televisión se hace con un niño recién nacido y construye un gigantesco plató con forma de ciudad para que viva en él. El muchacho, que podría llamarse por ejemplo Truman, ignoraría que sus padres, amigos, esposa y demás son actores. Pero poco a poco se iría dando cuenta de que su vida no es más que una película, y trataría de fugarse del plato, mientras la productora intentaría impedírselo, desembocando en un emotivo final”. Pero esa galleta no me tocó a mí, si no a un tal Andrew Niccol, un tipo con suerte al que también le tocó la de Gattaca y la de In Time.
Y es que El show de Truman es una de mis películas favoritas. Cuando la vi, lamenté que esa historia ya no se me pudiera ocurrir a mí. Hubiera dado un brazo o una pierna —más de eso no— por poder escribir una novela con ese argumento tras el cual uno ya se puede morir tranquilo. Quizás no sea una obra maestra, pero desde luego es una de las películas más redondas que se han hecho nunca. La idea germinal es extraordinaria, y su desarrollo, impecable. Me gusta cuando un guion rebaña todas las posibilidades de una historia, y esto lo hace, sin olvidarse de las poéticas. Pero aparte de todo eso, supongo que también me gustó porque siempre he sentido debilidad por las tramas en las que el protagonista es sumergido en un mundo falso, donde otro personaje ejerce de demiurgo moviendo los hilos. Así sucede en esa película, pero también en The Game, la película de Fincher: en ella nos encontramos a otro personaje manipulado, en este caso con su consentimiento, el multimillonario Nicholas Van Orton, interpretado por un pletórico Michael Douglas, que se pasa todo el metraje envuelto en una catártica aventura diseñada ex profeso para hacerle resurgir de sus cenizas convertido en una persona mucho mejor de lo que es. Esta querencia mía por los experimentos purificadores me llevó también a seguir con interés la primera edición del Gran Hermano, cuyo ganador, el gaditano Ismael Beiro, sintetizó en una frase el espíritu de estas historias sobre manipulaciones unipersonales. “¡Dios, que han hecho con nosotros!”, exclamó al salir de la casa y ver el tinglado que había montado fuera. Fue una suerte que Beiro no terminara la frase con uno de sus célebres “pisha”.
Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas un programa británico colocó a un tipo cualquiera en una de estas simulaciones curativas haciéndole creer que estaba viviendo el fin del mundo. El programa ha sido comparado con El show de Truman, y no con The Game, a la que se parece bastante más, imagino que porque la primera es mucho más conocida. Pero a lo que vamos: el espacio contaba cómo un grupo de científicos, hackers y actores, capitaneados por el mentalista Derren Brown, erigieron para un único sujeto la carpa de una realidad alternativa en la que una lluvia de meteoritos había colisionado con la Tierra y convertido en zombis a la mayoría de la población. El sujeto en cuestión se llamaba Steve Brosnan, un zangolotino ejemplar al que durante la primera parte del programa vimos inmerso en su rutina diaria, que no parecía ser otra que la de languidecer tumbado en el sofá de sus padres, ocupado en hurgarse la nariz, juguetear con el iPhone y beber cerveza. Él mismo se definía como alguien egoísta, vago e irresponsable. Estaba claro: había que darle una lección vital a Steve, y qué mejor manera que sometiéndolo a una invasión zombi controlada. ¿Acaso su dejadez y desorientación existenciales no lo convertían en el perfecto antihéroe de un blockbuster veraniego?
En la primera media hora del programa, el propio Derren nos va contando cómo hackean el iPhone del pobre Steve, como se inmiscuyen en su radio y vierten noticias falsas en internet, de manera que unos días antes del día escogido para voltear su realidad, Steve es informado por distintos medios de los progresos de la malévola horda de meteoritos en su camino hacia la Tierra. El día del fin del mundo, en compañía de su hermano —también en el ajo, evidentemente—, Steve toma un autobús atiborrado de actores, entre los cuales viaja, con una gorra calada hasta las cejas, nuestro hipnotizador. De repente, cuando el vehículo atraviesa una carretera secundaria, se desencadena una lluvia de explosiones, que siembran el pánico a su alrededor. ¡Los meteoritos están cayendo! Es entonces cuando Derren se acerca por detrás a su víctima y, tapándole la cara con la mano, lo duerme. A partir de ahí, nuestro antihéroe despierta en un hospital desolado, como el protagonista de 28 días después, y enseguida descubre que la mayor parte de la población ha sido infectada. Se encadenan entonces una serie de escenas propias de una producción de Hollywood, aunque de modesto presupuesto: lo vemos flipando ante un televisor que desgrana una pormenorizada crónica de la infección, encontrarse con una niña india que le ayudará a escapar del hospital, formar una suerte de grupo de resistencia con otros supervivientes, correr de aquí para allá perseguido por un ejército de zombis, e incluso llegar a ofrecerse como cebo para que sus amigos puedan alcanzar el helicóptero que viene a rescatarlos, aunque finalmente el bueno de Steve se queda en tierra con la niña, situación que lo sume en la histeria y la más absoluta incredulidad. En la escena final de este sofisticado Inocente, inocente a escala cósmica, vemos a Steve abandonar su refugio con la niña de la mano, partiendo a lo desconocido, como Viggo Mortensen en La carretera. Es entonces cuando Steve encuentra un móvil esperándolo en una mesita fuera del campamento, a través del cual Derren lo deshipnotiza. Cuando vuelve a despertar, lo hace en su propia cama, encarrilado de nuevo en su vida de antes, pero con el alma despiojada. El programa concluye con la fiesta de cumpleaños de Steve, a la que acuden los actores que le acompañaron en el falso apocalipsis, incluida la niña india. Al verla, Steve la abraza emocionado, como si realmente hubieran enfrentado juntos una invasión de zombis. Derren, como la empresa de The Game, ha sometido a Steve a un intenso vapuleo de emociones que, es evidente, lo ha convertido en mejor persona, que le ha hecho cambiar su rol en el mundo. ¿A quién no le trastocaría el alma un episodio semejante?
Habría sido un auténtico tour de force digno de aplaudir de no ser, claro, por el asunto de la hipnosis, la parte más cutre y endeble de un plan que hasta ese instante parecía diseñado con maestría. Nunca he estado en una sesión de hipnosis, pero siempre que he visto una por la televisión jamás me he tragado que de repente un individuo pueda creerse una gallina mediante un chasqueo de dedos del hipnotizador de turno. Algo semejante le ha sucedido a la mayoría de los espectadores que han visto el programa británico. Lo inverosímil del método escogido para dormir a Steve hace que pensemos inevitablemente que es otro actor más del reparto, aunque no vaya maquillado de zombi, y que lo que estamos viendo no es más que una película disfrazada de reality extremo. Como si en vez de Truman, los engañados fuésemos los espectadores. Una pena, la verdad, porque me hubiera gustado poder creérmelo. Me habría gustado que Steve fuera un tipo corriente que gracias a doscientos actores, un puñado de hackers y un sencillo guion oportunamente punteado de escenas dramáticas, creyera realmente que estaba viviendo el fin del mundo. Eso me habría dado esperanzas, haciéndome pensar que no todos los Show de Truman que duermen en el limbo de las ideas han sido repartidos. Que en algún lugar hay una galletita de la fortuna esperando a que la muerda con alguna brillante idea alojada en su vientre de harina.