Esta es la segunda vez que inauguro un blog personal. La primera fue hace cinco años, por estas mismas fechas, si mal no recuerdo. Acababa de ganar el premio de novela Ateneo de Sevilla con El mapa del tiempo, que estaba a punto de publicarse, y aquel se me antojó un momento inmejorable para hacer algo que, por pereza e inseguridad, había estado retrasando hasta entonces: abrir un blog, cosa que ya habían hecho la mayoría de escritores que conocía.
Si a uno le gusta escribir, lo normal es que abra un blog, lo bautice con un título que deje transparentar los gustos, fobias o claroscuros de su alma, y se comprometa consigo mismo a sentarse a aporrear las teclas y hablar de lo primero que le pase por la cabeza al menos una vez por semana. ¿Por qué yo aún no me había decidido a abrir uno?, me pregunté. ¿Acaso no me gustaba escribir? ¿No me ganaba la vida con ello? La respuesta era sencilla: no creía que pudiera mantenerlo actualizado, que es, en definitiva, lo que le permite a un blog reunir un grupo de seguidores más o menos fieles. Conociéndome, seguramente lo dejaría languidecer a las primeras de cambio, hundirse en el fondo del ciberespacio como un navío reventado a cañonazos, porque soy un escritor exasperantemente lento, de los que si logran hilvanar una página al día bajan al bar a celebrarlo, no de esos que escriben con la misma espontaneidad que si orinasen (creo que la definición es de Umbral).
Si uno es un escritor prolífico, si las palabras le supuran de los dedos incluso mientras duerme, es lógico que necesite soltar lastre en un blog, como si esa "energía creadora" que lo anega exigiera cauces por los que emerger al exterior para no desbordarle. Pero yo no soy de esos, nunca lo he sido. Yo no escribo, yo bordo frases en el papel, a juzgar por el sudor que me cuesta cada punzada, no por los resultados. Construir un párrafo me lleva demasiado tiempo y concentración. Y si a eso le sumamos mi absoluta incapacidad para compaginar la escritura de mi obra con cualquier otra cosa, apaga y vámonos. Aún recuerdo la época en que decidí sacarme el carnet de conducir mientras escribía cuentos, con desastrosos resultados: todavía no tengo carnet y ya he publicado cinco libros de cuentos. En fin, soy de esos hombres que justifican el tópico: no sé hacer dos cosas a la vez. Si fuera cantante, no podría acompañarme a mí mismo al piano.
Pese a todo, el deseo de crear un canal de comunicación con mis lectores pudo más, y en un acto temerario sin precedentes, inauguré un blog. Sí, el reverso tenebroso también pudo conmigo. Y durante varios meses, para mi propia sorpresa, lo mantuve milagrosamente actualizado. Hablé de muchas cosas durante aquel inaudito periodo de constancia: de las series de televisión que veía por entonces, de las cuitas que suelen atormentar a los escritores, de la gozosa sensación de recibir una caja con los primeros ejemplares de tu nuevo libro, de la singladura internacional de El mapa del tiempo —que emprendió un vuelo que lo llevó hasta costas japonesas y estadounidenses, más lejos de lo que yo podría haber imaginado jamás—, de la experiencia de firmar por primera vez en Sant Jordi, e incluso escribí un decálogo del cuentista en clave chirigotera que todavía circula por internet. Pero al poco quedó demostrado que se trataba de un espejismo. Los textos originales fueron haciéndose cada vez más esporádicos, pronto me limité únicamente a colgar reseñas de mis libros, y al final incluso olvidé la enrevesada alquimia informática que me permitía postear cada nueva entrada. De modo que, una vez extinguido el entusiasmo inicial, mi blog se convirtió justamente en lo que yo no quería que fuese: un paisaje yermo donde nada crecía ya.
¿Por qué un segundo intento, entonces, si a la segunda tampoco va la vencida?, se preguntarán quienes hayan llegado hasta aquí. Bueno, podría deciros que he creado esta bitácora con el propósito de enriquecer la nueva web que hoy estreno, pero hay un motivo mayor: vosotros. Veréis, siempre he pensado que un escritor se hace famoso cuando descubre que el lector que acude a que le firme su libro no está emparentado con él, ni es amigo de la familia, ni vecino de su edificio o compañero del colegio. Es decir, cuando la gente compra su libro sin saber quién coño es, dejándose guiar por la cubierta, la contracubierta, el lomo, la foto de solapa o cualquiera de los ignotos detalles que mueven a adquirir un libro.
Yo, durante un tiempo, podía contar a mis lectores desconocidos con los dedos de una mano. Incluso experimentaba una absurda inquietud cuando alguien me pedía que le dedicara una obra y luego se iba por donde había venido sin decirme: "yo voy con tu hermano al gym", "mi madre es amiga de la novia del panadero de tu prima" o "yo soy el fruto de aquella borrachera del verano del 92". Cuando eso sucedía, me preguntaba cómo era posible que esa persona hubiera escogido mi libro de entre los miles que atestan las librerías. El mío y no cualquier otro. ¡El mío, joder! Pero en estos cinco años ha llovido mucho, y ahora los desconocidos que acuden a mis firmas son más que los conocidos, y no porque estos hayan dejado de ir. Es decir, gracias al éxito de la trilogía victoriana, las redes sociales y demás, mis lectores han aumentado considerablemente, y se han desperdigado por el planeta bajo mi atónita mirada.
Sí, ahora tengo lectores que no están conectados a mí de ninguna forma, a los que nada me ata, a menos que apliquemos la teoría de los seis grados de separación, supongo. Ese lector sin rostro, en fin, en el que uno piensa cuando se pone a escribir. Con lo cual, no es descabellado presuponer que a una pequeña representación de esos lectores les interesaría lo que yo pueda decir en un blog, sobre todo si guarda relación con mis novelas victorianas, mis relatos o los aspectos más curiosos de mi trabajo, algo de lo que no debe resultar complicado hablar compaginándolo con la escritura de una novela. Quizás incluso hasta resulte terapéutico para mí hacer un alto en la escritura de la tercera parte de mi trilogía, que es en lo que ando trabajando ahora, y pensar en voz alta en este blog.
Así que ese es el motivo del nacimiento de esta bitácora, el segundo blog que inauguro en lo que llevo de existencia. Dicho esto, solo me resta daros la bienvenida, tanto si sois amigos como peregrinos del ciberespacio cuyos pasos erráticos os han traído a este blog, Dios sabrá por qué. Aquí hallaréis morada y descanso. Al menos, mientras lo mantenga actualizado, lo cual me propongo hacer para no defraudar a quienes decidáis visitarlo regularmente. Y ahora, gritad conmigo: ¡arriba el telón!