El primer cuento que escribí fue de ciencia ficción. Se llamaba Escapar de la realidad, un título que terminaría convirtiéndose en una especie de eslogan de toda mi obra posterior. Si no recuerdo mal, el relato contaba un día normal en la vida del protagonista, que, debido a la sociedad en la que vivía, consistía en dirigirse a una máquina expendedora de superpoderes y comprar alguno que estuviera a su alcance para poder así emprender el rescate de su ex mujer, a la que su vecino era aficionado a secuestrar. Dicho así, puede parecer un cuento paródico sobre el mundo de los superhéores, pero me temo que en aquel momento me lo tomé demasiado en serio. Qué queréis, era el primer relato de un chaval de veinte años que se había pasado toda su adolescencia leyendo comics Marvel.
Fuera como fuese, aquel cuento supuso mi presentación en el fandom español, que es como se conoce al grupo de aficionados a la literatura fantástica. Por aquel entonces, aparte de leer libros, muchos de ellos editaban fanzines donde publicaban relatos, reseñas y artículos sobre el género. Es curioso, pero nada ha vuelto a hacerme tanta ilusión como ver mi primer cuento publicado en uno de aquellos fanzines caseros hechos con fotocopias grapadas. Supongo que porque a partir de ese momento podía definirme a mí mismo como escritor. Aquel cuento vio la luz a principios de los noventa en el nº5 de Parsifal, acompañado de un par de maravillosas ilustraciones de Ángel Saquero. Durante los tres o cuatro años siguientes estuve pergeñando y publicando más relatos dentro del fandom, y acudiendo a Hispacones y a tertulias con otros aficionados y escritores españoles. El tiempo suficiente para constatar algo que hizo que todos mis sueños se hicieran pedazos: en España uno no podía ganarse la vida escribiendo obras fantásticas. Todo los escritores que conocí en aquella época, tenían un trabajo normal y corriente, una especie de identidad secreta, e iban esculpiendo su obra literaria cuando podían, en fines de semana, noches en vela o vacaciones de verano. Yo no me veía escribiendo en esas condiciones, así que decidí dejar de escribir ciencia ficción e intentar probar suerte en la literatura general. Pero esa es otra historia que ahora no viene al caso.
Si he contado todo esto es porque aquella breve incursión en el mundillo fantástico español me permitió darme cuenta de cómo estaba el panorama. Las escasas oportunidades con que el escritor de ciencia ficción y fantasía contaba en nuestro país imposibilitaba la eclosión del escritor de fantasía profesional. En los noventas, había muy pocas editoriales especializadas en el género, y de las pocas que había casi ninguna se atrevía a publicar a autores españoles, que con el tiempo se vieron obligados a refugiarse en la novela histórica o en la literatura juvenil, donde la fantasía es un valor en alza y no un hándicap. Llevo alejado del fandom desde entonces, por lo que desconozco cómo ha evolucionado, pero creo que publicar una novela de ciencia ficción en España aún sigue siendo una gesta heroica.
Salvo casos puntuales, las grandes editoriales de nuestro país siempre se han mostrado impermeables a un género que desgraciadamente en España nunca ha gozado de suficientes lectores. Como otros muchos escritores que practican el fantástico, he visto a mucha gente torcer el gesto al leer las sinopsis de mis libros. ¿A qué se debe este rechazo casi visceral que el lector de a pie siente hacia el género? La respuesta a esta pregunta sobrepasa los límites de este post, pero imagino que gran parte de la culpa se debe al monopolio que en nuestro país siempre ha ejercido el realismo, que ha sido capaz de sofocar los escasos brotes fantásticos que han intentado fructificar a lo largo de nuestra historia literaria. En su introducción a la Antología española de literatura fantástica publicada en Valdemar, Alejo Martínez Martín señala que la imaginación española se ha orientado preferentemente hacia la verosimilitud, discurriendo con alegría y sin remordimientos por el cauce del realismo. Pese a que en su novela El Anacronopete el español Enrique Gaspar concibió una máquina del tiempo diez años antes que H. G. Wells, la fantasía siempre ha sido menospreciada por el grueso de los autores españoles. Poe y Hoffman apenas ejercieron influencia sobre ellos y solo el boom latinoamericano de los sesenta logró seducir a las nuevas generaciones con esa variante poética de la fantasía bautizada como realismo mágico. Pero no fue hasta la década de los ochenta, gracias a la labor de autores como José María Merino, Pilar Pedraza o Cristina Fernández Cubas, cuando el fantástico dejó de ser tratado de forma marginal y empezó a merecer la atención de la crítica académica, que veía en el realismo una característica esencial y definitoria de la literatura española. Con un pasado semejante, es normal que el lector español no esté educado en la fantasía. Quizás considere que leer sobre mundos que no existen es una pérdida de tiempo, que la fantasía no tiene nada que enseñarle, y el esfuerzo de leer ha de recompensarse con la ampliación del conocimiento.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, las cosas parecen estar cambiando. Gracias a sagas como Canción de hielo y fuego —Juego de tronos para los desorientados—, Los juegos del hambre, las novelas de Patrick Rothfuss, las incontables novelas de epidemias zombis o incluso la saga Crepúsculo, la fantasía ha logrado conquistar las mesas de novedades. Hasta entonces estaba condenada a las estanterías especiales de las librerías, esos reinos desconocidos donde el lector convencional no suele aventurarse. Pero ahora puede codearse con el mainstream y con otros géneros que nunca han sido extirpados de la corriente literaria, como el género negro. Azuzadas en parte por las exitosas adaptaciones cinematográficas y televisivas, estas sagas han logrado llegar hasta el gran público que, en vez de torcer el gesto, las ha recibido con alborozo. En realidad, para saber si algo nos gusta, solo tenemos que probarlo.
Ahora vivimos un boom de la fantasía, que parece arrastrar también a la ciencia ficción, gracias a las neblinosas fronteras que existen entre ambas. Muchos sellos editoriales han introducido el pie por la rendija antes de que la puerta se cierre para intentar mantenerla abierta. En el sector parece haber expectativas de que el fiel pero minoritario público de siempre se amplíe, de que todo esto no sea un espejismo y realmente haya una nueva generación de lectores para los que la antes estigmatizadora etiqueta de la fantasía ya no sea un obstáculo. A las veteranas Nova, Alamut, Gigamesh o Minotauro, se han unido ahora RBA, Kelonia, Tyrannosaurus Books u Oz Editorial, todas ellas decididas a aprovechar que el invierno está llegando a los siete reinos para demostrar la dignidad y complejidad que puede alcanzar el género fantástico.
La última en sumarse a sido Fantascy, que cuenta con todo el poder y experiencia de un gran grupo editorial como Random House Mondadori. A cargo de las editoras Emilia Lope y Alix Leveugle, y con el periodista y escritor Ricard Ruiz como asesor editorial, Fantascy pretende convertirse en un referente del género publicando no solo a autores extranjeros ya consagrados, sino también a los escritores patrios que hasta el momento no encontraban salida para sus obras. Con la intención de aglutinar ciencia ficción, terror y todos los espectros de la fantasía, Fantascy hizo su presentación el pasado 8 de junio (podéis leer una detallada crónica del acto en el recomendable blog La espada en la tinta) con tres volúmenes de lo más variado: Embassytown, del escritor marxista China Miéville, La bomba número seis y otros relatos, del genial Paolo Bacigalupi, y La corte de los espejos, de la sevillana Concepción Perea, una fantasía épica transgresora y gamberra que hará las delicias de los fans de Terry Pracchett, autor que también asomará por el sello.
En octubre publicarán Los nombres muertos, la segunda novela del gaditano Jesús Cañadas, una historia trepidante que se apunta a la moda Moore de juntar una liga de escritores extraordinarios en una aventura poblada de guiños a sus novelas, en este caso nada menos que a Lovecraft, Frank Belknap Long, Robert E. Howard o el mismísimo Tolkien. He tenido el privilegio de leerla y estoy seguro que no defraudará a ningún lector.
Desde este rincón le deseo a Fantascy y al resto de los sellos citados la mejor de las suertes, pues van a necesitarla. Ojalá logren demostrar a los lectores que aún lo ignoran que la literatura fantástica es muchas cosas, pero sobre todo, es literatura, y que la etiqueta de fantasía no supone ninguna tara, sino un aliciente de originalidad. ¡Que la Fuerza les acompañe!