Algunas claves de El mapa del caos

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DE CARACOLES Y ALIENS

 

Una de las preguntas que más suelen hacernos a los escritores es: ¿por qué escribimos? Como si la razón se hallara en alguna escena sumamente reveladora de nuestra infancia o adolescencia, en algún suceso que nos marcó de tal modo que no nos dejó otro camino para realizarnos que el de la escritura. A veces, creo que los periodistas nos lo preguntan buscando un titular, invitándonos amablemente a que les contemos algún acontecimiento peliculero, algo moderadamente traumático que justifique lo que somos. Un suceso, en fin, que lo explique todo. Pero sospecho que no hay nada de eso. Los escritores no decidimos convertirnos en escritores de la noche a la mañana. No creo que lo hagamos espoleados por un hecho concreto, por un acontecimiento delimitado en el tiempo y que no hemos podido olvidar. Creo que más bien decidimos hacerlo sin darnos cuenta, por nacer con una cierta disposición a la introspección o al recogimiento que luego nuestras circunstancias vitales terminan puliendo. Es decir, nos hacemos escritores debido a un rosario de sucesos e impresiones desperdigadas por nuestra adolescencia, del que resulta muy difícil escoger una sola cuenta.
Sin embargo, hay escritores que tienen muy claro qué suceso les convirtió en escritores, sobre qué momento crucial de su juventud se sustenta su vocación, y otros que probablemente se lo hayan inventando para satisfacer a periodistas y lectores. Sea como fuere, hay motivos verdaderamente novelescos. Una amiga me contó una vez que ella escribía gracias a los caracoles. No se trataba de que los simpáticos moluscos le trasmitieran telepáticamente lo que tenía que escribir, o que se lo dictaran con sus vocecillas de cuento. Se debía a que una vez, siendo niña, su abuela la había llevado a recoger caracoles después de una tormenta. Tras la recolección, dejaron la bolsa de plástico en la mesa de la cocina y se fueron a hacer alguna otra cosa, pero cuando regresaron a la habitación descubrieron que los caracoles habían huido de su prisión de plástico en una fuga quieta. Y estaban por todas partes: por las paredes, por el suelo, por las puertas de los muebles, como incrustaciones de colores, una especie de pedrería fantástica que alguien había engastado en la realidad. Fue querer describir esa estampa tan onírica como atractiva lo que la convirtió en escritora.
Cuando me lo contó, no pude más que sentir envidia de que alguien pudiera concretar su destino de escritor con una imagen tan exacta. Yo, en cambio, no disponía de ninguna escena semejante con la que contentar a los periodistas. Mi abuela siempre había echado los caracoles a la olla enseguida, sin darle la oportunidad de diseñar sus bellas constelaciones sobre los azulejos de la cocina. Así que cuando me preguntaban por qué había decidido convertirme en escritor, yo solo podía ofrecer respuestas tan generales como sosas: que si la escritura era el único modo que tenía a mi alcance de contar una historia, que si nada me gustaba más que emocionar a otros con algo inventado por mí, y bla, bla, bla…
Pero hace unos días, encallado de nuevo en la pregunta de marras, decidí dejarme de vaguedades y contestar con algo concreto, con la imagen peliculera que el periodista me estaba implícitamente demandando. Así que hice memoria, me obligué a bucear en mi pasado para intentar encontrar la primera pista de que iba a convertirme en escritor de las muchas que debía de haber diseminadas por mi infancia. Y tropecé con un recuerdo que bien podía servirme.
Yo tendría once o doce años. Por aquel entonces, mi padre realizaba un viaje anual a la capital por cuestiones de trabajo, y allí pasaba tres o cuatro días, tras los que volvía cargado de regalos. Siempre eran juguetes, pero una vez trajo algo que no se podía tocar: una historia. Había entrado en un cine y había visto una de esas película de estreno que por aquellos años no llegaban a nuestras salas de provincia, invadidas por los mamporros de Bruce Lee y las correrías libidinosas de Jaimito, hasta mucho tiempo después. Y le había entusiasmado tanto que no pudo resistirse a contárnosla con minuciosidad y emoción, como un trovador de los de antes. Era la historia de una nave de carga que, siguiendo una señal de auxilio, aterrizaba en un planeta donde descubría unos misteriosos huevos. Mientras la tripulación los estudiaba, uno de ellos liberaba una extraña criatura que se adhería como una macabra ventosa al casco de uno de los oficiales, para algunas escenas después provocarle la muerte surgiendo de su estómago en una estremecedora erupción de sangre y tripas. Y mientras mi padre contaba la cacería que tenía lugar a continuación por las tenebrosas entrañas del carguero, mi imaginación iba traduciéndolo todo en imágenes, incluido aquel bicho cuya sangre era ácido. Unos años después, gracias a la irrupción del video doméstico, pude ver al fin aquella película, pero pese a las fascinantes imágenes de Ridley Scott y los inquietantes diseños de H. R. Giger, siempre preferiré las escenas que transcurrieron en mi mente, exceptuando, claro, aquella en la que la suboficial Ripley se quedaba en ropa interior para ponerse el traje espacial, convirtiéndose de paso en uno de los mitos eróticos de los ochenta.
No sé si existirá en mi pasado un momento anterior a aquel que explique mejor lo que he acabado siendo, pero de momento no recuerdo ninguno más viejo. Así que no resultaría descabellado afirmar que me convertí en escritor aquel día en el que, metido en la cama, me pasé toda la noche tratando de inventar una historia tan emocionante como la que acababa de escuchar de labios de mi padre. Era como si la literatura se hubiera adherido a mi cara y navegara ya por mi interior, esperando el momento de irrumpir a través de mi pecho convertida en vocación.

Una de las preguntas que más suelen hacernos a los escritores es: ¿por qué escribimos? Como si la razón se hallara en alguna escena sumamente reveladora de nuestra infancia o adolescencia, en algún suceso que nos marcó de tal modo que no nos dejó otro camino para realizarnos que el de la escritura. A veces, creo que los periodistas nos lo preguntan buscando un titular, invitándonos amablemente a que les contemos algún acontecimiento peliculero, algo moderadamente traumático que justifique lo que somos. Un suceso, en fin, que lo explique todo.

 

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FANTASÍA PARA TODOS

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Besar con la mente

 

Hoy me acerco a este espacio para recomendaros un libro. Cualquier excusa es buena para quitarle un poco el polvo a este blog, antes de que la carcoma y los hierbajos empiecen a rondarlo como si se tratara de una casa abandonada. Pero baldeos aparte, el libro del que voy a hablaros me ha entusiasmado tanto que no quisiera que ese entusiasmo se contagiara únicamente a las personas que habitan en el perímetro de mi vida, sobre todo porque mi mujer ya lo ha leído y el perro prefiere el ensayo. Me gustaría que se transmitiera mucho más allá, por todo el planeta a ser posible, cual pandemia zombi.
Pero desvelemos ya su título: se trata de la novela Contra el viento del norte, del escritor austríaco Daniel Glattauer, uno de esos fenómenos editoriales de los que quienes vamos de lectores avezados solemos desconfiar. Reconozco que es una novela que jamás habría leído de no darse la feliz circunstancia de que estas navidades el bueno de Santa consideró oportuno dejarme un Kindle en el calcetín de la chimenea. Hasta entonces yo era uno de esos escritores que en las entrevistas aseguraban que preferían el libro de papel al electrónico, para luego soltar un discurso sentimentaloide sobre el tacto, el aroma y demás sensaciones orgánicas que uno experimenta al acunar en las manos uno de esos libros de toda la vida. ¿Me ha hecho cambiar de opinión mi flamante Kindle? Mantengamos el misterio y dejemos la respuesta a esa pregunta para otro post, que bien lo merece. A donde quería llegar es a que el lector electrónico ofrece la posibilidad de descargarte una muestra de cualquier libro antes de comprarlo, un pequeño adelanto que suele contener tres o cuatro capítulos, los suficientes para saber si va a gustarte o no. Eso nos permite realizar el hojeo que uno lleva a cabo en las librerías tumbado cómodamente en la cama en vez de estorbando en un pasillo del Fnac o El Corte Inglés. En resumen, leí aquella muestra con el presuntuoso alzamiento de cejas de quien no va a dejarse engañar por los parabienes publicitarios… y acabé adquiriendo el libro sencillamente porque tras leer aquel avance la posibilidad de no comprarlo había dejado de existir, se había desvanecido de todos los mundos paralelos en los que habito, reproducido hasta el infinito. Había quedado contagiado, y ahora no podía hacer otra cosa que ver cómo evolucionaba la historia de amor epistolar de Leo y Emmi.
Vaya por delante que este puñado de párrafos no pretenden ser una crítica al uso de la novela. Para eso me bastaría una sola línea: Contra el viento del norte es una magnífica novela, ya están tardando en leerla. No, esta entrada pretende explicar el porqué de ese entusiasmo que rara vez te provoca un libro, y cuyas razones a veces no tienen que ver tanto con la calidad intrínseca de la novela como con lo que su temática nos despierta por dentro. La novela de Glattaure narra algo muy habitual en los tiempos que corren, donde la tecnología permite que el amor eclosione de un modo muy distinto a como lo hacía en la época de nuestros padres: la relación que se establece entre dos personas que se enamoran por email. Hoy en día es difícil encontrar a alguien a quien no le haya pasado algo parecido, o que no conozca a algún amigo o compañero involucrado en un idilio electrónico. En la novela, Leo y Emi se tropiezan en el vasto océano del ciberespacio de forma casual, lo cual siempre nos resulta más fascinante porque tras lo fortuito tendemos a intuir la mano de nieve del destino, pero si hubiese sido un acto deliberado, si ambos se hubiesen encontrado en un chat, por ejemplo, el desarrollo de la historia no habría cambiado mucho. Lo importante es que, durante un largo tiempo, ambos se comunican sin saber cómo es el aspecto físico del otro —al principio, ni siquiera conocen la edad o las circunstancias de su vida—, y se enamoran usando lo único que tienen a su alcance: las palabras. Y ahí es a donde quería llegar. Leo y Emmi no se conocen, nunca se han visto, pero desde los primeros email comprenden que han encontrado al amor de su vida, y lo saben por cómo escribe, por cómo el otro baraja las palabras hacinadas en el diccionario para apresar lo que siente en cada momento, hasta su matiz más recóndito. Comienza entonces un juego de seducción donde no cabe nada físico ni palpable, solo la ironía, la inteligencia, el humor, la astucia, el ingenio, la capacidad de reflexión, de conmover al otro, todo eso que solo puede transmitirse con la palabra, porque como Leo afirma en un momento de exaltación, “escribir es besar con la mente”. Y una vez los personajes entablan su peculiar relación, esta empieza a atravesar las fases obligadas, que todo el que haya protagonizado un romance por internet sin duda reconocerá, como la mitificación del otro, de esa persona que no forma parte de nuestra vida y sin embargo, de repente, está ahí, envolviendo nuestra rutina como un aroma, convertida en un excitante misterio que nada puede mancillar porque no se roza contra lo cotidiano, alguien a quien sin quererlo empezamos a retrasmitir nuestra existencia, escondiendo bajo la alfombra los episodios más miserables y ofreciéndole los mejores como un tributo, alguien ante quien podemos dibujar nuestra vida como realmente nos gustaría que fuera, añadiéndole más emoción, limando sus imperfecciones, sublimándola.
Cuando uno acaba Contra el viento del norte, después de haber sido privilegiado testigo del encantador y adictivo dialogo entre Leo y Emi, no puede evitar sentirse repentinamente solo. Y mucho menos puede evitar preguntarse, ante la sensación de veracidad que lo ha embargado mientras leía sus páginas, si realmente el tal Glauttauer ha vivido algo semejante, o sencillamente es uno de esos escritores capaces de hacer magia, o lo que es lo mismo, de hacer literatura.
La novela tiene una segunda parte de hermoso título, Cada siete olas. Al principio, pensé en no leerla para no estropear el buen sabor de boca que me había dejado la primera, acogiéndome de modo casi reflejo al popular dicho de que las segundas partes nunca fueron buenas. Sin embargo, voy a leerla, no solo porque como autor de una trilogía no me gustaría que mis lectores pensaran así, sino porque la opción de no leerla se ha desvanecido de todos los mundos paralelos en los que habito, reproducido hasta el infinito. Necesito saber qué va a ser de Leo y Emi. Lo necesito. Sus malabares con las palabras, su modo de enamorarse, me ha contagiado.

Hoy me acerco a este espacio para recomendaros un libro. Cualquier excusa es buena para quitarle un poco el polvo a este blog, antes de que la carcoma y los hierbajos empiecen a rondarlo como si se tratara de una casa abandonada. Pero baldeos aparte, el libro del que voy a hablaros me ha entusiasmado tanto que no quisiera que ese entusiasmo se contagiara únicamente a las personas que habitan en el perímetro de mi vida, sobre todo porque mi mujer ya lo ha leído y el perro prefiere el ensayo. Me gustaría que se transmitiera mucho más allá, por todo el planeta a ser posible, cual pandemia zombi.

 

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EL SHOW DE BROSNAN

Si las ideas para las novelas vinieran en galletitas de la fortuna, a mí me hubiera gustado que me tocara la de El show de Truman. Imagino que en el papelito pondría algo así: “Una productora de televisión se hace con un niño recién nacido y construye un gigantesco plató con forma de ciudad para que viva en él. El muchacho, que podría llamarse por ejemplo Truman, ignoraría que sus padres, amigos, esposa y demás son actores. Pero poco a poco se iría dando cuenta de que su vida no es más que una película, y trataría de fugarse del plato, mientras la productora intentaría impedírselo, desembocando en un emotivo final”. Pero esa galleta no me tocó a mí, si no a un tal Andrew Niccol, un tipo con suerte al que también le tocó la de Gattaca y la de In Time.

Y es que El show de Truman es una de mis películas favoritas. Cuando la vi, lamenté que esa historia ya no se me pudiera ocurrir a mí. Hubiera dado un brazo o una pierna —más de eso no— por poder escribir una novela con ese argumento tras el cual uno ya se puede morir tranquilo. Quizás no sea una obra maestra, pero desde luego es una de las películas más redondas que se han hecho nunca. La idea germinal es extraordinaria, y su desarrollo, impecable. Me gusta cuando un guion rebaña todas las posibilidades de una historia, y esto lo hace, sin olvidarse de las poéticas. Pero aparte de todo eso, supongo que también me gustó porque siempre he sentido debilidad por las tramas en las que el protagonista es sumergido en un mundo falso, donde otro personaje ejerce de demiurgo moviendo los hilos. Así sucede en esa película, pero también en The Game, la película de Fincher: en ella nos encontramos a otro personaje manipulado, en este caso con su consentimiento, el multimillonario Nicholas Van Orton, interpretado por un pletórico Michael Douglas, que se pasa todo el metraje envuelto en una catártica aventura diseñada ex profeso para hacerle resurgir de sus cenizas convertido en una persona mucho mejor de lo que es. Esta querencia mía por los experimentos purificadores me llevó también a seguir con interés la primera edición del Gran Hermano, cuyo ganador, el gaditano Ismael Beiro, sintetizó en una frase el espíritu de estas historias sobre manipulaciones unipersonales. “¡Dios, que han hecho con nosotros!”, exclamó al salir de la casa y ver el tinglado que había montado fuera. Fue una suerte que Beiro no terminara la frase con uno de sus célebres “pisha”.
Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas un programa británico colocó a un tipo cualquiera en una de estas simulaciones curativas haciéndole creer que estaba viviendo el fin del mundo. El programa ha sido comparado con El show de Truman, y no con The Game, a la que se parece bastante más, imagino que porque la primera es mucho más conocida. Pero a lo que vamos: el espacio contaba cómo un grupo de científicos, hackers y actores, capitaneados por el mentalista Derren Brown, erigieron para un único sujeto la carpa de una realidad alternativa en la que una lluvia de meteoritos había colisionado con la Tierra y convertido en zombis a la mayoría de la población. El sujeto en cuestión se llamaba Steve Brosnan, un zangolotino ejemplar al que durante la primera parte del programa vimos inmerso en su rutina diaria, que no parecía ser otra que la de languidecer tumbado en el sofá de sus padres, ocupado en hurgarse la nariz, juguetear con el iPhone y beber cerveza. Él mismo se definía como alguien egoísta, vago e irresponsable. Estaba claro: había que darle una lección vital a Steve, y qué mejor manera que sometiéndolo a una invasión zombi controlada. ¿Acaso su dejadez y desorientación existenciales no lo convertían en el perfecto antihéroe de un blockbuster veraniego?
En la primera media hora del programa, el propio Derren nos va contando cómo hackean el iPhone del pobre Steve, como se inmiscuyen en su radio y vierten noticias falsas en internet, de manera que unos días antes del día escogido para voltear su realidad, Steve es informado por distintos medios de los progresos de la malévola horda de meteoritos en su camino hacia la Tierra. El día del fin del mundo, en compañía de su hermano —también en el ajo, evidentemente—, Steve toma un autobús atiborrado de actores, entre los cuales viaja, con una gorra calada hasta las cejas, nuestro hipnotizador. De repente, cuando el vehículo atraviesa una carretera secundaria, se desencadena una lluvia de explosiones, que siembran el pánico a su alrededor. ¡Los meteoritos están cayendo! Es entonces cuando Derren se acerca por detrás a su víctima y, tapándole la cara con la mano, lo duerme. A partir de ahí, nuestro antihéroe despierta en un hospital desolado, como el protagonista de 28 días después, y enseguida descubre que la mayor parte de la población ha sido infectada. Se encadenan entonces una serie de escenas propias de una producción de Hollywood, aunque de modesto presupuesto: lo vemos flipando ante un televisor que desgrana una pormenorizada crónica de la infección, encontrarse con una niña india que le ayudará a escapar del hospital, formar una suerte de grupo de resistencia con otros supervivientes, correr de aquí para allá perseguido por un ejército de zombis, e incluso llegar a ofrecerse como cebo para que sus amigos puedan alcanzar el helicóptero que viene a rescatarlos, aunque finalmente el bueno de Steve se queda en tierra con la niña, situación que lo sume en la histeria y la más absoluta incredulidad. En la escena final de este sofisticado Inocente, inocente a escala cósmica, vemos a Steve abandonar su refugio con la niña de la mano, partiendo a lo desconocido, como Viggo Mortensen en La carretera. Es entonces cuando Steve encuentra un móvil esperándolo en una mesita fuera del campamento, a través del cual Derren lo deshipnotiza. Cuando vuelve a despertar, lo hace en su propia cama, encarrilado de nuevo en su vida de antes, pero con el alma despiojada. El programa concluye con la fiesta de cumpleaños de Steve, a la que acuden los actores que le acompañaron en el falso apocalipsis, incluida la niña india. Al verla, Steve la abraza emocionado, como si realmente hubieran enfrentado juntos una invasión de zombis. Derren, como la empresa de The Game, ha sometido a Steve a un intenso vapuleo de emociones que, es evidente, lo ha convertido en mejor persona, que le ha hecho cambiar su rol en el mundo. ¿A quién no le trastocaría el alma un episodio semejante?
Habría sido un auténtico tour de force digno de aplaudir de no ser, claro, por el asunto de la hipnosis, la parte más cutre y endeble de un plan que hasta ese instante parecía diseñado con maestría. Nunca he estado en una sesión de hipnosis, pero siempre que he visto una por la televisión jamás me he tragado que de repente un individuo pueda creerse una gallina mediante un chasqueo de dedos del hipnotizador de turno. Algo semejante le ha sucedido a la mayoría de los espectadores que han visto el programa británico. Lo inverosímil del método escogido para dormir a Steve hace que pensemos inevitablemente que es otro actor más del reparto, aunque no vaya maquillado de zombi, y que lo que estamos viendo no es más que una película disfrazada de reality extremo. Como si en vez de Truman, los engañados fuésemos los espectadores. Una pena, la verdad, porque me hubiera gustado poder creérmelo. Me habría gustado que Steve fuera un tipo corriente que gracias a doscientos actores, un puñado de hackers y un sencillo guion oportunamente punteado de escenas dramáticas, creyera realmente que estaba viviendo el fin del mundo. Eso me habría dado esperanzas, haciéndome pensar que no todos los Show de Truman que duermen en el limbo de las ideas han sido repartidos. Que en algún lugar hay una galletita de la fortuna esperando a que la muerda con alguna brillante idea alojada en su viSi las ideas para las novelas vinieran en galletitas de la fortuna, a mí me hubiera gustado que me tocara la de El show de Truman. Imagino que en el papelito pondría algo así: “Una productora de televisión se hace con un niño recién nacido y construye un gigantesco plató con forma de ciudad para que viva en él. El muchacho, que podría llamarse por ejemplo Truman, ignoraría que sus padres, amigos, esposa y demás son actores. Pero poco a poco se iría dando cuenta de que su vida no es más que una película, y trataría de fugarse del plato, mientras la productora intentaría impedírselo, desembocando en un emotivo final”. Pero esa galleta no me tocó a mí, si no a un tal Andrew Niccol, un tipo con suerte al que también le tocó la de Gattaca y la de In Time.entre de harina.

Truman

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